jueves, 14 de marzo de 2024

Historias (continuacion)

                                                              El Seminario

 Tenía 12 años y era un niño, un niño que quería conocer a Dios. El lugar era muy bonito y había mucha gente, tenía que vivir allí, era una escuela llamada Latinado, pues se impartían 5 años de latín. Vivíamos en unos salones enormes donde colgaban 100 hamacas, con un baño que tenía 10 sanitarios y 10 regaderas. En medio, había un cuarto del prefecto y un pasillo, y al otro lado otro salón enorme con otras cien hamacas.

De un lado de ese enorme edificio estaba el campo, con una tienda, una sala y un cuarto de ejercicios. En la sala había una televisión. Enfrente de este edificio estaba la cancha de básquetbol y más allá un enorme campo de fútbol, una piscina y árboles frutales. Era un lugar muy grande, el Seminario Conciliar de Mérida, Yucatán.

Del otro lado de los salones estaba un jardín. A un lado había una capilla, al otro lado una biblioteca enorme que tambien es un teatro, con espacios de lectura o asientos para presenciar el teatro, y las paredes llenas de libros. Allí había libros prohibidos, es decir, evangelios de otros personajes y cartas llamadas evangelios apócrifos, considerados no reales por no estar en la biblia.

Enfrente de los edificios, al otro lado del jardín, estaban los salones. Había cinco salones grandes. Hacia la izquierda de la capilla estaban los demás edificios, los tres años de filosofía y los cuatro años de teología. También había un comedor y luego la casa del rector y la salida.

Pasé 5 años en ese lugar. Todos los maestros eran sacerdotes, algunos se jactaban de ser doctores en teología. Pasé mucho tiempo preguntándoles acerca de Dios, pero nunca recibí una respuesta que pudiera satisfacer mi necesidad de conocerlo.

En lugar de eso, todos me rechazaban y me pedían que no les preguntara en la clase de religión. El maestro, al entrar, lo primero que decía era: "Juan Rodríguez, si quieres hacer preguntas, te sales de la clase". Finalmente, todos me dijeron que Dios no quiere ser visto, que para verlo hay que morir e ir al cielo, y eso sólo si te lo mereces.

Yo estaba en desacuerdo. Me decían que Dios es amor, pero no podía entenderlo. Así que me puse a estudiar la Biblia con ahínco, pues hasta los teólogos que decían conocer a Dios la mencionaban para reforzar sus afirmaciones. Sin embargo, me di cuenta de que en realidad no era conocimiento lo que profesaban, sino entendimiento de lo que habían estudiado.

Me di cuenta de que ellos no entendían nada de lo que enseñaba Jesús, y como no sabían nada, no podían mostrarme o enseñarme. Me decían que la Biblia era la palabra de Dios y que si quería conocer a Dios tenía que estudiarla, que ahí estarían todas mis respuestas, así que me puse a estudiarla.

Al estudiarla, me di cuenta de que contaban que Dios se aparecía y platicaba con los profetas, y ellos lo veían y hablaban con él. ¿Qué pasó? ¿Por qué hoy él no quiere aparecer? ¿Tengo que ser profeta? ¿Qué tengo que hacer para ser profeta?

En la clase de religión, estudiábamos la Biblia todos los días. En realidad, estudiamos el Nuevo Testamento, no sé los demás. Yo estudié toda la Biblia, pero no me daba ninguna claridad, no entendía nada, todo era muy confuso.

El Nuevo Testamento me encantó, pues crecí siendo amigo de Jesús. Él estaba siempre conmigo, y me encantó saber más de él. Leyendo los evangelios y escuchando las lecciones de mis maestros, había muchas cosas que me daba cuenta de que eran importantes y que necesitaba entender, pero de alguna manera no podía entenderlas, y los maestros ni siquiera parecían comprender lo que significa entender.

Jesús estaba en un pozo y pidió agua a una samaritana, algo que según las costumbres del lugar no se hacía, sin embargo, lo hizo y hubo una plática entre los dos. Él le dijo a ella que él podía darle un agua que al beberla, nunca más tendría sed. Esto era muy importante para mí, pero no entendía qué significaba. Recuerdo que me dijeron muchas cosas, pero una cosa sí recuerdo: me empecé a dar cuenta de que no tenían idea, no sabían de qué hablaba Jesús.

Estuve 5 años en el seminario, 5 años estudiando y tratando de saber y entender, y cada vez me di cuenta de que nadie sabía nada de lo que realmente enseñaba Jesús, la razón por la que hacía todo lo que hacía.

Explicó que el rostro de Dios es Luz. También explicó que el lugar para conocer a Dios es en el Reino de los cielos, por eso todos creen que hay que morir para ver a Dios. Sin embargo, también explicó que el reino de los cielos está dentro de nosotros.

Pregunté qué significaba esto a los sacerdotes, a los teólogos, y ellos decían que era una metáfora. ¿Ok, qué le vamos a hacer? Los teólogos me daban todas sus explicaciones, pero no había un entendimiento, ni un sentimiento de saber, simplemente eran palabras.

No entendíamos nada, pero me daba cuenta de que estos dichos tenían algo que era importante saber. Jesús decía: "Vengo a revelar la verdad que te hará libre", y yo sé que esa verdad que él revela es la experiencia que me va a dar el entendimiento y el conocimiento, el saber que Dios es luz y que él es una fuente que nos quita todas las dudas y toda la sed.

La verdad es que desde el primer año me di cuenta de que Jesús es un personaje real y que la religión es una institución falsa que utiliza la necesidad de entender la vida y la creencia de las personas, y repito creencia para sus propios fines.

Cuando al final del primer año le dije a mi prefecto que dejaría el seminario, el padre empezó a hablar sobre el cielo, el pecado y el infierno, entre otras cosas de las que yo no sabía nada. Me hizo dudar y en la duda no podía avanzar, así que decidí quedarme. Durante ese año, estudié mucho y me fui familiarizando con todo, y me gustó estar allí. Así pasaron los años, hasta que llegó el momento de pasar a la filosofía, y yo ya no tenía ninguna duda de que las enseñanzas y creencias de la religión eran todas falsas en cuanto a la verdad de Dios.

Nada de lo que ellos creían relacionado con Satanás, el infierno y el castigo es real. Todo eso era una creencia muy arraigada que, quien la inventó, sumió a gran parte de la humanidad en un círculo de perdición, no de castigo, sino de sufrimiento. Me di cuenta de que solo existe un camino para salir de ese círculo, y si es verdad, podría decirse que ese camino es Jesús, porque Él es considerado como la encarnación del Amor. Él es el Amor, y el amor es el único camino hacia la Salvación.

Salvación... ¿De qué? De la creencia arraigada de la religión, del círculo de perdición. Y así dejé el seminario. Como no me permitían salir por la puerta, y mi padre no iría a buscarme, empaqué mis cosas, muy pocas, ropas, y salté la barda para irme caminando a casa. Cuando llegué allí, mi padre me dijo que me llevaría de regreso al seminario, y yo le dije:

"Papito, debes entender que no regresaré al Seminario, y también debes saber que renuncio a la religión Católica, a la cual reconozco como una mentira, un invento."

Se asustó mucho y fue a ver a su mamá, que convocó al arzobispo de Mérida, que era Castro Ruiz, creo, a un monseñor, el sacerdote de Fátima, nuestra parroquia, el padre López, y a las tres hermanas monjas de mi padre. Me sentaron frente a ellos y trataron de convencerme de que estaba confundido y que debía pensar las cosas mejor, de lo contrario, quedaría excomulgado en pecado mortal. Les contesté y les expliqué que Jesús es un maestro real, que es la encarnación del Amor, y lo demostró en su sacrificio. En medio de la tortura y el sufrimiento, su amor infinito afloró en una oración a nuestro Padre cuando dijo: "Perdónalos, Padre mío, porque no saben lo que hacen". Jesús es la personificación del Padre, la sustancia universal.

Finalmente, el arzobispo me dijo que, con mucho dolor, viendo que ya había tomado una decisión, daba por terminada la plática y que yo quedaba, a los ojos de la Iglesia, excomulgado y expulsado de la Iglesia Católica.

Así comenzó una nueva vida

Imagínate qué estás debajo del agua aguantando la respiración y ya estás apunto de reventar ya no soportas más y finalmente sales a la superficie Tomás el aire y sientes felicidad, ese es el sentimiento que sentí el día en qué fui considerado excomulgado, fuera de toda la ideología de la iglesia católica, y de la religion Cristiana, estamos hablando del concepto de Dios,. estamos hablando del cielo y estamos hablando del infierno y obviamente del pecado. Liberado totalmente de esas ideas, una libertad increíble una felicidad asombrosa, un sentimiento de unidad al señor, al amor, a la vida, a la gracia y así comenzó mi nueva vida, libre como el viento.

Causa y efecto (karma)


 La persona verdaderamente espiritual es 

Alguien que sabe que es la causa y no el efecto en la vida.

 En términos prácticos, esto significa que nadie es capaz de hacerte nada, porque solo tú creas tu realidad. 

En la medida en que nos esforzamos por ser seres humanos conscientes y compartidos, la incapacidad de perdonar a los demás es una negación completa de las leyes del universo.

Cuando te aferras a la ira, el resentimiento y la culpa, estás pasando por alto una lección importante: la esencia del perdón radica en comprender que realmente no hay nada que perdonar. 

Nadie te ha hecho daño, ni puede hacerte daño jamás. Todo lo negativo en tu vida es un efecto de una semilla negativa que plantaste en esta vida o en otras vidas.

 La única manera de eliminar estas semillas antes de que echen raíces es dejarlas ir y confiar en la Luz. 

¿Recuerdas la Luz?

Esto no significa que debas recostarte y permitir que te pisen, te usen y te tiren a la basura. 

Por el contrario, cuando traigas Luz a tus acciones, se volverán muy efectivas. 

 Deja ir el pasado. Deja de lado los rencores. Si estás atrapado en lo que te ha sucedido, te vuelves resentido, infeliz y pesimista.

 Piensa en las personas felices y sanas que conoces. Lo más probable es que sean ellos los que están enamorados de la vida, porque saben cómo dejar atrás el pasado, seguir adelante y vivir el momento

 

Historias

 

Historias


Hoy se inicia con el primer recuerdo. Regresamos a ese momento en que nuestros sentidos comenzaron a cobrar vida. Un bebé de cinco años o menos, junto a su prima, se halla en la ciudad de México, en la orilla de una escarpa en una calle de la colonia. En la puerta de la casa, esa imagen es la única memoria que pervive.

A esa misma edad, quizás al regresar de México, me encuentro en mi hogar, en la Avenida Colón. Percibo una inquietud en el ambiente, observo a mis hermanos ocultando objetos para evitar que otros los tomen. Se instala en mí un sentimiento de alienación, de rechazo, mientras me pregunto: ¿Qué es todo esto? ¿Por qué estoy aquí? ¿Acaso mi padre se equivocó al traerme a este lugar? ¿Cuál es el propósito de todo esto? ¿Para qué?

Observaba, escuchaba, y cuestionaba.

"Pues sabes, hijo, existe un Dios que creó todo y nos trajo aquí", me respondía mi padre. "El porqué y el para qué te lo preguntarás toda tu vida, pues cada individuo debe hallar sus propias respuestas, las cuales pueden no coincidir con las de los demás".

"Está bien, pero ¿existe un Dios, verdad?" inquiría. "Y este Dios es Omnisciente, lo sabe todo; Omnipresente, está en todas partes; y Omnipotente, puede hacer todo, ¿cierto?"

"Así es como debe ser", asentía mi padre.

"Entonces, si es así, ¿por qué no puedo verlo? ¿Por qué no puedo hablar con él?" me planteaba.

Mi familia se había nutrido con las enseñanzas de la Religión Católica. En nuestro hogar habitaba un sacerdote, y todos hablaban de Dios y sus mandamientos como si lo conocieran personalmente.

Preguntaba una y otra vez, pero mi padre me remitía a mi madre, ella me enviaba al Padre López, y este último me indicaba que cuando cumpliera doce años podría ir al seminario, donde supuestamente me sería revelada la presencia de Dios.

Deseo ir al Seminario para conocer a Dios. Pronto cumpliré siete años, y me llevarán en tren a Izamal, junto a mi hermanita Isabel, donde pasaré un año preparándome para recibir a Dios a través de la comunión.

He preguntado tanto a las monjas sobre Dios que sus respuestas me inundan: aseguran que el hijo de Dios, Jesús, vendrá a morar en mi corazón el día de mi primera comunión. Y Jesús es también Dios, junto con un Espíritu Santo, que supongo será la Madre.

En Izamal, estudio en una escuela de monjas, rodeado únicamente de niñas, y vivo en el convento. Las monjas me cuidan con ternura, tratándome como a un bebé.

Llega el día tan esperado de la primera comunión. La misa concluye, todos se retiran, pero yo permanezco en mi sitio, arrodillado, con los ojos cerrados como me han indicado, aguardando en silencio en mi interior.

Y espero, y espero, y espero... hasta que una monja se acerca y me dice: "Hijito, ya terminó. Jesús ya ha venido y estamos celebrando en el salón. Ven, únete a la celebración".

Pero, madre, a mí no me llegó. Yo no recibí a Jesús.

"Hijo, sí lo recibiste. Jesús fue la hostia que el sacerdote puso en tu boca. Él entró en tu corazón a través de la hostia", me explica.

Entonces, mi corazón se rompe. Me duele. Y lloro, lloro, lloro...

continuara