Historias
Hoy se inicia con el primer recuerdo. Regresamos a ese momento en que nuestros sentidos comenzaron a cobrar vida. Un bebé de cinco años o menos, junto a su prima, se halla en la ciudad de México, en la orilla de una escarpa en una calle de la colonia. En la puerta de la casa, esa imagen es la única memoria que pervive.
A esa misma edad, quizás al regresar de México, me encuentro en mi hogar, en la Avenida Colón. Percibo una inquietud en el ambiente, observo a mis hermanos ocultando objetos para evitar que otros los tomen. Se instala en mí un sentimiento de alienación, de rechazo, mientras me pregunto: ¿Qué es todo esto? ¿Por qué estoy aquí? ¿Acaso mi padre se equivocó al traerme a este lugar? ¿Cuál es el propósito de todo esto? ¿Para qué?
Observaba, escuchaba, y cuestionaba.
"Pues sabes, hijo, existe un Dios que creó todo y nos trajo aquí", me respondía mi padre. "El porqué y el para qué te lo preguntarás toda tu vida, pues cada individuo debe hallar sus propias respuestas, las cuales pueden no coincidir con las de los demás".
"Está bien, pero ¿existe un Dios, verdad?" inquiría. "Y este Dios es Omnisciente, lo sabe todo; Omnipresente, está en todas partes; y Omnipotente, puede hacer todo, ¿cierto?"
"Así es como debe ser", asentía mi padre.
"Entonces, si es así, ¿por qué no puedo verlo? ¿Por qué no puedo hablar con él?" me planteaba.
Mi familia se había nutrido con las enseñanzas de la Religión Católica. En nuestro hogar habitaba un sacerdote, y todos hablaban de Dios y sus mandamientos como si lo conocieran personalmente.
Preguntaba una y otra vez, pero mi padre me remitía a mi madre, ella me enviaba al Padre López, y este último me indicaba que cuando cumpliera doce años podría ir al seminario, donde supuestamente me sería revelada la presencia de Dios.
Deseo ir al Seminario para conocer a Dios. Pronto cumpliré siete años, y me llevarán en tren a Izamal, junto a mi hermanita Isabel, donde pasaré un año preparándome para recibir a Dios a través de la comunión.
He preguntado tanto a las monjas sobre Dios que sus respuestas me inundan: aseguran que el hijo de Dios, Jesús, vendrá a morar en mi corazón el día de mi primera comunión. Y Jesús es también Dios, junto con un Espíritu Santo, que supongo será la Madre.
En Izamal, estudio en una escuela de monjas, rodeado únicamente de niñas, y vivo en el convento. Las monjas me cuidan con ternura, tratándome como a un bebé.
Llega el día tan esperado de la primera comunión. La misa concluye, todos se retiran, pero yo permanezco en mi sitio, arrodillado, con los ojos cerrados como me han indicado, aguardando en silencio en mi interior.
Y espero, y espero, y espero... hasta que una monja se acerca y me dice: "Hijito, ya terminó. Jesús ya ha venido y estamos celebrando en el salón. Ven, únete a la celebración".
Pero, madre, a mí no me llegó. Yo no recibí a Jesús.
"Hijo, sí lo recibiste. Jesús fue la hostia que el sacerdote puso en tu boca. Él entró en tu corazón a través de la hostia", me explica.
Entonces, mi corazón se rompe. Me duele. Y lloro, lloro, lloro...
continuara
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